Niños, mujeres, hombres. Combatientes del frente. Luchadores de la retaguardia.
En las aceras, al frente de sus casas, se sientan a tomar el fresco las familias. Juegan los niños y cosen las mujeres, y las voces de todos los matices son música de amor y de paz bajo el cielo estrellado y la muerte en acecho.
A doscientos, trescientos metros están los hijos, los padres, los hermanos, los amigos, bajo el fuego enemigo, con el fuego suyo, incansable, ardiente; con el alma denodada, limpia...
La noche contempla la lucha sin nombre.
¡Qué austera y profunda sinfonía de la muerte!
¡Qué canto más alto de vida y esperanza de estos corazones niños-hombres!
¿De México? --preguntan--, y sus miradas se iluminan, y nos tienden las manos... Y nosotros con emoción, calladamente, con lágrimas contenidas, recogemos su cariño radiante que todavía no merecemos. (¿Cuándo al fin y verdaderamente?)
Dejamos Madrid también al caer de otra tarde y con el corazón oscurecido.
El ruido de los disparos nos acompaña hasta las afueras, hasta la carretera de Valencia.
Luego el silencio de la llanura infinita, y la angustia dolorida de la separación.
¡Salud y hasta la vista, Puerta del Sol! ¡Salud, paseo de Recoletos, Castellana, Calle de Alcalá, Cibeles, Retiro, Paseo de Rosales! ¡Salud, pueblo de Madrid! ¡Pueblo del mundo!