París
París.
11 de noviembre.
Hoy se celebra aquí el Día de la Paz y la Victoria. (Todo el mundo lo llama así al parecer sin ironía). Hoy hace diecinueve años --qué lejos y qué juventud-- a esta misma hora yo vivía el frenesí ruidoso de una alegría desencadenada en las calles de Chicago. Perdido entonces entre la multitud enorme, como ahora en la soledad silenciosa y oprimida de este cuarto de hotel. Cuánto tiempo desde entonces, cuántas luchas --tan semejantes-- en mi espíritu; cuánto amor borrado de mi carne y vivo en mi recuerdo; cuántas ambiciones -las mismas- en mi vida. El tiempo ha ido pasando por mi camino dejando en mi cuerpo y en mi alma su huella imborrable: tristezas, desalientos, esperanzas; días negros y días luminosos. Cayendo, levantando; a veces vacilante, a veces seguro, agarrado tenazmente a mi nostalgia de infinito, a mi ilusión, he caminado por estos años de mi vida. Cuántos dolores he causado y cuántas penas he resentido. Cuántas alegrías he logrado llevar a algunos corazones y cuántas alegrías también he recibido de otras vidas. ¡Quién pudiera tener una vida sin mancha! ¿Quién puede vanagloriarse de eso? ¿Quién pudiera borrar los males hechos? No siento remordimiento --a nadie le sirve--, sólo siento la amarga y pesada tristeza de no haber sido, de no ser aún lo que he soñado como artista y como hombre. Tal vez algún día, envuelto en tu cariño, acariciado por tus manos amadas --que alguna vez me han amenazado, ¡pobres manos ciegas!--, llevado por tus pasos cuidados, por tus ojos amantes, por tu boca, por tu sangre, mi ruta se vea limpia de mi tristeza sin salida, de mi atormentado e infinito deseo de superación, y que mi esperanza se haga cuerpo y luz.
Hoy, tan lejos, siento a mi lado latir tu corazón como un reloj atento y vivo, y siento la caricia tibia de su sangre
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