Madrid, 20 de sept[iembre, 19]37.
Ángela:
Hay días en que el tiempo y la ausencia me agobian dolorosamente; en que mi soledad me martiriza, en que a través del aplauso, de la admiración, del cariño de las gentes; a través de mi propia alegría, de mi propia emoción, una tristeza recóndita y larga obsesionante, me nubla el espíritu y me duele como una agonía. ¡Qué horas desesperadas y anhelantes! ¡Qué infinito deseo de tu presencia! Lacerante deseo lleno de amargura, de esperanza, de duda...
Con el corazón angustiado de recuerdos, voy en medio de la gente, sonriente y bondadoso como un hombre feliz, gordo y apacible. Y no poder hablar, ni confiarse, sino reír de todo, de uno mismo, de todo. ¡Qué cansancio!
Ayer he dirigido en el Teatro de la Comedia (el teatro de los grandes conciertos, de los grandes artistas, etc., etc.) la Orquesta Sinfónica de Madrid y la Orquesta Filarmónica unidas. Un éxito magnífico. Entre el público y entre los músicos. Han tocado Janitzio como jamás lo había oído. En el tiempo lento llegué a sentir los ojos humedecidos. ¡Cómo recordé la tarde aquella, allá en Pino Suárez, cuando lo escribí! ¿Te acuerdas? Entonces, en aquel momento te sentía más lejos que ahora, y estabas delante de mí, pero mi alma sentía el inmenso desconsuelo de tu distancia. No, tú no puedes recordarlo, no te diste cuenta. Nunca tal vez me vi más irremediablemente triste, más distante, más desamparado de tu amor. Tú estabas ausente. Después en la noche, mi exaltación por haber compuesto aquel trozo; ya entonces mi orgullo, quizá mi vanidad de creador. De eso sí te acordarás, eso era más concreto: bebí desesperadamente, con una alegría inconmensurable, con un dolor por enci-