2 de agosto. Valencia.
¡Qué soledad y qué distancia! ¡Qué amargura de duda y de deseo!
Al fin los demás compañeros se nos han reunido.
Todavía no podremos empezar a trabajar.
Desaliento.
Voy para Pozo Blanco. A la Provincia de Córdoba. Andalucía.
Caminos fantásticos y alucinantes en la noche bajo la amenaza del fuego enemigo. Cansancio. Dormir en los campos, en la tierra.
Cada vez más lejos. Carreteras interminables. Calor. Polvo. Pueblos destruidos. Una tarde, a la salida de un pueblecillo, adelante de Puerto Llano, unas mujeres
lavaban en la fuente. Eran jóvenes, viejas y niñas.
Nos acercamos a pedir agua para beber y para los coches. Nos recibieron alegremente y nos preguntaron nuestro destino. Nos miraban conmovidas y cordiales.
Una de ellas, ya más vieja, hablaba con una sonrisa llena de luz; nos dijo cómo había ya perdido sus dos hijos en la guerra; y al decirlo su sonrisa se oscurecía, y su esfuerzo enorme, sus labios apretados orgullosamente, no impedían el temblor de su voz ni el brillo de las lágrimas en sus ojos.
Temblaba humanamente y daban ganas de arrodillarse ante su dolor.
Luego partimos; y hasta que nos perdimos en el camino largo y recto, las pudimos ver de pie, vueltas hacia