París, 11 de octubre.
Angelucha:
Otra vez en esta ciudad enorme y bullente, otra vez la multitud, el ruido, la luz. Ya hasta aquí no llega el grito dolorido de España, ni el ruido de las ametralladoras, ni los obuses, ni los cañones. Ya están lejos las ciudades en sombra, las madres angustiadas, los niños asesinados, los hombres combatientes. Ya está lejos el entrañable pueblo heroico, las calles de Madrid, de Valencia, de Barcelona; los pueblecitos de la Mancha, de Andalucía, ya está lejos todo lo que hay de más noble en este momento del mundo.
He cruzado la frontera con mi corazón llorando, con el alma transida y con un duelo infinito. Por última vez mis ojos que quisieran grabar indeleblemente las cosas, los gestos, las voces, las gentes; mis ojos que quisieran grabar las vidas, aprisionarlo todo, mis oídos, mis manos, mi cuerpo, se volvieron a las amadas tierras españolas, a la sangre, a la angustia, al dolor que dejaba, al dolor que es tan profundamente mío, al pueblo que es tan entrañablemente mío, como el más querido de los seres. Con mi muda y honda despedida, con mi dolor mudo, con mi callada fe, con mi íntimo amor que quisiera gritar con un grito sin frontera, con un grito que estremeciera toda la vileza de la tierra, toda la cobardía de la tierra, con un grito sin fin, poderoso, triunfante.
¡Ah, corazón! ¡Yo también tengo unas inmensas ganas de llorar! Pero tengo también un inmenso deseo de combatir. Y combatiré. Trabajaré. Lucharé. Me siento más hombre, mejor, mi vida. Mi vida, tú, España, la Revolución.
Ayer día diez llegamos por la tarde.